Globalia
David Gistau
Foto: Unidad Editorial.

Gistau y el turismo

David Gistau no se limitó a vivir: se escribió un poco a sí mismo para legarnos su memoria.

Si yo fuese el director de Comunicación de una empresa de lavavajillas, habría titulado este artículo ‘Gistau y los lavavajillas’. Cualquier lector que considere que he buscado una excusa barata para hablar de David Gistau y del impacto que me ha provocado su deceso tiene toda la razón. Pero sólo puedo disculparme y seguir atizando tecla.

Me enteré de la muerte de David Gistau por WhatsApp, que es como hoy descubro las alineaciones de los partidos de benjamín, los atentados a cuchilladas y todas las mentiras del mundo. Y como era domingo por la tarde, se me escaparon algunas lágrimas.

Admito que no le conocí en persona, pero también lloré en el cine cuando Robin Williams se echó a volar en Hook. Mi ánimo se asemeja a un vaso grande sobre el que gotean emociones. Permanece imperturbable hasta que todo se derrama por cualquier cosa. Puedo pasar con cara de calabacín por la muerte de Kobe Bryant, por la enésima fascitis plantar o por toda una semana de soportar escuchar la verdad que hemos expresado tergiversada por villanos para engañar a los necios, y al final termino cayendo en la melancolía por un columnista que se nos muere medio a traición.

El otro día mi hija me pidió que le explicase quiénes eran, una por una, las ‘Ellas’ de Nach e Ismael Serrano. Cuando llegamos a la melancolía le expliqué, de memoria, que se trata de una tristeza persistente expresada sin motivo aparente. Qué maravilla no saber aún qué es la melancolía, pensé.

Hoy creo que la falta de Gistau me hizo caer en la melancolía porque es, de todos los grandes columnistas españoles que admiro y a quienes considero mis contemporáneos, el único con quien me sentía realmente identificado. Leo a Manuel Jabois como a un empotrador talentoso, gallego y ajeno, como las vacas, que me gana hasta en madridismo. Jorge Bustos nunca será tan polémico como su personaje en Twitter y cuando yo pienso en griegos son yogures. Luz Sánchez Mellado es demasiada mujer para sentirla cercana y Marta García Aller, demasiado amiga como para castigarla con la comparación. A Juan Gómez Jurado le siento mucho más escritor que columnista y mi otro Juan de referencia, Soto Ivars, disfruta viendo el mundo arder con una botella de cerveza calentándosele en la mano.

En cambio, Gistau siempre me ganó con su normalidad de señor gigante y barbudo. Y, especialmente, con su obsesión de los últimos años por ser tan buen periodista como padre, con su deseo transparente de permanecer vivo por sus criaturas. Un afán tan lógico y humano, y expresado tan a menudo, que hace que su muerte suene a castigo desproporcionado. No era un Ícaro que quisiera volar, sino un señor que quería boxear y estar ahí para sus hijos.

En periodismo la normalidad está penalizada. ¿Cómo comparar a un señor que escribe de empresas con tipos corajudos que salen a morder balas con los dientes en escenarios bélicos o en escenarios a secas? ¿Cómo competir con señoros que parecen sacados de un tebeo de Carlos Giménez y que pueblan las tascas de Madrid como Los Profesionales poblaban los guateques de los años sesenta en Barcelona?

Cuando empecé en el oficio, allá por Europa Press, descubrí que existían las tres ‘d’ del periodismo: dipsómano, divorciado y deprimido. Gistau era el talento que ya no iba a la guerra y que se perdió la columna de Reverte sobre Casa Lucio. Un tipo genial que “bebía con prudencia en medio de un escuadrón suicida”. Que podía ser amigote incluso cuando se perdía la jarana y que nunca envió a Jabois a bregarse, en una pugna improbable, con Cristina Hendricks.

Cuando dejé El Español me costó convencer a Pedro J. Ramírez de que, en parte, me iba porque necesitaba una vida aledaña a un periodismo que él entiende como sacerdocio. Porque me sentía el Christian Slater de su Sean Connery. Porque había descubierto que podía soportar perderme una exclusiva pero no la infancia de mis hijos. Después leí que a Gistau le sucedió algo similar y le sentí aún más cercano en su defensa de una cierta domesticidad dedicada y desinteresada. Que son otras tres ‘d’ con las que sí puedo vivir.

Hablando del turismo, Gistau tenía tanta lucidez como en todo. “El low cost fue saludado como un elemento emancipador que socializaba el viaje y obligaba a los ricos a compartir los escenarios de los que se sentían dueños. Pero la expansión de esa gente en chancletas ha provocado la furiosa hostilidad al turista -esto se ve en Barcelona- de la izquierda emancipadora que ahora preferiría que los pobres se quedaran en su casa”. Es un resumen de tantas cosas…

No era una relación casual. En sus inicios, menos míticos, trabajó en la editorial de revistas de turismo T+5 y publicó con ella su primera novela, ‘A que no hay huevos’. No le era tan ajena la cosa. Para conocer esa parte de su trayectoria, más desconocida, os recomiendo el texto ‘Va por Gistau’ de Javier Yanes. Qué gozada imaginarle en el restaurante de un barco de cruceros gritando: “¡Iceberg!”.

Quizá su viaje más recordado es aquel en el que, en cierta forma, le acompañamos. El Mundial de Sudáfrica. Nunca olvidaré su crónica desde el Media Center porque me recordaba a otros Media Center. Porque se le humedecían los ojos cuando su hija le decía que se había probado un vestido al otro lado del mundo. Y eso me hacía pensar que él, a lo mejor, también era un vaso grande de emociones.

Gistau vive en nosotros porque no se limitó a vivir: se escribió un poco a sí mismo para legarnos su memoria. No nos confundamos: él no quería convertirse en aquel legendario periodista del que muchos aprendimos y a quien tantos quisieron. No quería inspirar algunas de las columnas más bellas que hemos leído últimamente. Gistau queria seguir vivo. Pero muchos de quienes no hemos hecho nada de lo primero tampoco tenemos garantía ninguna de que vayamos a durar en lo segundo. Así que ni tan mal.

Miguel Ángel Uriondo